La ciudad es una sucia oficina a punto de exiliarse.
En el cielo pavesas anunciando los niños que vendrán a mi nuevo entierro,
también las gaviotas ignorando las seguras migraciones en los cambios de estación
y un calor como de calma en lugar inapropiado extendiendo alas y caparazones tras aquella lluvia que no llegó a alargar el invierno y pudrir todos mis zapatos.
Luego la noche encendida con sus jugos casi curvos y amarillos en esta cama ancha y plana como una meseta en los mapas como un tapiz de girasoles secos o amapolas secas.
Los niños otra vez vuelven a las plazas.
El reloj perdió sus manos y agoniza en la pecera.
En las zarzas del solar hay un perro aullando pero yo he venido a recoger la fruta con estos dedos de hacer zumo en los limones del verano.
La persona que me disfraza de hombre cambia de máscara cada amanecer para parecer más joven y no sabe que debajo de la piel hay una angustia química y voraz destinada a suplir los dolores por una fértil pervivencia.
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